PRÓLOGO

¿Por qué las personas creen que siempre pueden salirse con la suya? Durante toda mi vida he estado consciente de los riesgos que corro en mi profesión. Jamás reto a la suerte; trato de ser cuidadoso hasta en el más mínimo detalle. Ya saben, veo dos veces al cruzar la calle y esas cosas. Pero me sorprende el grado de idiotez al que pueden llegar algunos. Saben que están haciendo algo estúpidamente peligroso y, aun así, les puede importar un comino la cautela. ¡Por Dios! Ni siquiera son capaces de percatarse de que alguien los vigila. Son tan confiados, que el peligro pasa junto a ellos y los imbéciles hasta le desean un buen día.

No lo entiendo, de verdad. Es decir, cualquiera puede seguirte durante horas a lo largo de tu día, puede aprender tu rutina y saber cosas como a qué horas sales de tu casa al trabajo, en qué lugar compras tu desayuno, qué días visitas el gimnasio, cuándo visitas a tus padres e incluso los días en los que, a la hora del almuerzo, sales a buscar a la esposa de tu mejor amigo y socio, y en lugar de ir a un restaurante, visitas uno de esos moteles con habitaciones conceptuales que tan estúpidamente crees que son discretos. Pides, como siempre, la misma habitación: esa que tiene jacuzzi decorado con pétalos de rosa regados en el agua con espumas, una cama enorme con una pequeña rosa colocada sobre una almohada, un juego de sala perfectamente tapizado rodeando una muy bonita mesa de centro con tres velas aromáticas justo en medio. Y, por supuesto, no nos olvidemos del lindo florero con rosas (¡qué fascinación con esas flores!), y todos los muebles en color beige, perfectamente combinados. Y claro, la cochera donde parqueas tu carro, porque ya sabes: la discreción ante todo, debes poder entrar y salir fácilmente. Una habitación creada estrictamente para el romance, o por lo menos así te la venden. Pero todos sabemos que, enamorados o no, esas habitaciones la gente solo las usa para coger.

Así que, como todos, tú también buscas lo mismo. Llegas a la habitación con esa mujer despampanante a la cual deseas desvestir de inmediato y hacer con ella todo lo que viste la noche anterior en esa perturbadora pero a la vez entretenida película porno. Te imaginas todas las posiciones y las cosas extrañamente satisfactorias que harás con ella. Ni siquiera reparas en nada a tu alrededor. Es decir, ¿por qué lo harías? Todo está igual: la cama es la misma, con la pequeña rosa adornándola (y de la cual nunca te das cuenta dónde termina cuando dejas la habitación), el jacuzzi también está en el mismo lugar, decorado de la misma forma. Incluso sientes ese olor tan familiar que desprenden las velas que se encuentran en la mesa de centro y llenan toda la habitación. Y mientras besas apasionadamente a esa pequeña pero muy proporcionada mujer, con su cabellera pelirroja tan falsa como tu maldita conciencia, no te percatas de que de la cochera sale una pequeña sombra. Un fantasma que se mueve sigilosamente, dando pequeños pasos para colocarse justo frente a la cama, donde ya habían comenzado a desvestirse tú y tu amiguita. Entonces, para tu mayor vergüenza, no eres tú el primero en darse cuenta de lo que va a suceder, sino ella, y te lo anuncia con un pequeño pero sonoro grito:

—¡Por Dios… pe-pe-pero… qué…!

Y solo ahí es cuando al fin te das cuenta. Volteas y ves la silueta que te observa. No sabes qué pensar, mucho menos cómo reaccionar.

—¿Quién es ese?, ¿qué hace aquí?, ¿cómo entró?...

Te haces tantas preguntas, cada una más estúpida que la anterior. La falsa pelirroja solo te observa esperando tu reacción. Pero nada. Y por un breve momento los tres se quedan quietos, esperando a que alguien haga algo, sin saber qué es lo que realmente está pasando. O por lo menos dos de los tres que están en esa habitación no lo saben, porque el tipo parado frente a la cama sabe exactamente lo que pasará, cuándo pasará y a quiénes les pasará.

Cuando al fin logras caer en cuenta de que debes hacer algo, intentas levantarte, pero algo te detiene. No es la falsa pelirroja la que te sujeta, no, claro que no. Te detienes porque tienes que hacerlo. Y cómo no lo harías, si el tipo tiene una pistola en sus manos. Una pequeña pero mortal Beretta con silenciador apuntando a tu cabeza. Y eso te dice todo: este tipo no vino de visita, no es un espectador ni mucho menos un testigo de Jehová buscando almas para salvar y que entró a tu habitación sin tocar la puerta (cosa que no hacen porque son muy educados). No. Este tipo trae un arma y no la pone frente a ti para vendértela. Aunque en ese momento piensas cualquier estupidez para no caer en la cuenta de lo que realmente va a suceder. Y mientras piensas todo eso, la falsa pelirroja no hace más que gritar. ¿Qué gran ayuda, no? Grita tan fuerte como puede, pero por desgracia —y para conveniencia del astuto visitante— la habitación es a prueba de ruidos. Claro, es una de las grandes ventajas de visitar estos placenteros nidos de amor: evitar la fuga de ruidos, para que los demás visitantes no escuchen los gemidos y gritos de placer de sus vecinos. Después de todo, nadie quiere escuchar a otros haciendo gritar a otra mujer mejor de lo que tú lo haces, aun cuando en su mayoría esos gemidos y gritos son falsos. A excepción de esta ocasión, porque estos gritos son reales. No de pasión, claro, ni de éxtasis. Son más bien de desesperación, acompañados de un escandaloso llanto que resulta demasiado desagradable presenciar y que en nada les va a ayudar.

Así que intentas calmar a la falsa pelirroja. Le dices que se tranquilice, que todo estará bien, que nada pasará. Le mientes. Sí, le mientes descaradamente, porque algo les va a pasar y va a ser muy malo. Ves al tipo frente a ti y le haces la misma pregunta que todos los que han estado frente a él le han hecho:

—¿Qué quieres?

Y te da la misma respuesta que le ha dado a todos: silencio. Ni una palabra sale de su boca, lo cual es una respuesta suficiente. Lo entiendes: no quiere nada, por lo menos nada que tú puedas darle. Pero insistes:

—Mi cartera está en mi pantalón, toma lo que quieras, no traigo nada más.

Pero el tipo no dice nada, solo te ve fijamente. No sabes qué más decir. El tipo no reacciona a nada y piensas: ¿y si lo enfrento? Puedo hacerlo, es mejor intentarlo que quedarme aquí como idiota. Y mientras esos pensamientos de valentía estúpida comienzan a surgir, escuchas un sonido extraño pero muy sutil, como un soplido seco que viaja a través de un tubo de metal. Sientes algo en tus manos, una extraña sensación, un líquido viscoso que se escurre por tus dedos. Y cuando vuelves a ver, sabes que todo acabó: tus manos están salpicadas de sangre. Un escalofrío sube desde tu espalda hasta tu cuello y en el trayecto hace temblar todo tu cuerpo. Pero algo extraño pasa: no sientes nada, no hay dolor. Te revisas y no encuentras de dónde salió esa sangre, pero volteas y ves la herida. Está justo en medio de los ojos de la falsa pelirroja. Sus ojos quedaron fijos y te ven directamente, pero ya no tienen vida.

Se acabó. Ahora es tu turno. El hombre sigue ahí parado, pero ahora el arma apunta en tu dirección. Lo ves fijamente y él a ti. Un silencio sepulcral inunda toda la habitación por unos segundos. Y de repente el tipo se acerca, se sienta junto a ti en la cama, te sonríe y te susurra algo:

—Él quería que supieras que te perdona —señala a la mujer—. Fue su deseo que ella se fuera sin dolor. Pero para ti, esto no va a ser rápido.

Y lentamente saca un cuchillo de su bolsillo. Y esos fueron los últimos veinte minutos de tu inútil, lujuriosa y desdichada vida. Pero parecieron toda una eternidad. Y todo por no prestar atención.

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